martes, 20 de julio de 2010

Veo, veo, ¿Qué ves?

Yo veo, tú ves, él ve, nosotros juzgamos, vosotros juzgáis, ellos juzgan... Es así como funciona la vida, ¿No? Cada quien ve las cosas por sus propios medios, pero los juicios los formamos según el colectivo: Los adultos siempre tienen la razón; lo caro siempre es mejor; los hombres pueden ser infieles porque son hombres; las mujeres deben soportarlo todo; sólo los gays tienen SIDA; si te vistes de negro completamente todo el tiempo, estás en drogas; si tienes 40 y no te has casado, no lo harás nunca; todas las mujeres manejan mal... Etc, etc, etc... Podría seguir enumerando prejuicios, hasta llenar la página, pero esa no es la idea.

Todos tenemos prejuicios, esas ideas que se forman en nuestra mente sobre las personas con apenas verlas. Es inevitable formarse una primera idea cuando uno se encuentra a alguien por primera vez, pero la diferencia entre una idea y un prejuicio está en la velocidad del cambio. Las ideas cambian fácil y relativamente rápido, mientras que los prejuicios son casi que inamovibles. Están ahí para que tengamos una valoración previa de los otros, pero lo grave es cuando esos juicios de valor se convierten en una plantilla en la que buscamos encuadrar ciertos prototipos. Cuando ya tenemos estos moldes, y lo que queremos es hacer encajar a cada quien en el que "le corresponde", es dónde todo decae.

Ya no nos damos la oportunidad de realmente conocer a la gente, sino que nos conformamos con ver dónde pertenece, y pasar al siguiente. Obtenemos las ideas erradas, nos llenamos de subjetividades, y lo que es peor, dejamos de conocer gente auténticamente valiosa por estos pensamientos tontos.

Si tan sólo pudiésemos dejar atrás nuestros prejuicios... Quizás, y sólo quizás, el mundo sería un lugar más amigable.

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